12 Feb NUESTRA INDIFERENCIA NO DEBE CONDENAR A NADIE AL OLVIDO Carta del Sr. Cardenal
La Jornada Nacional contra el hambre en el mundo, de MANOS UNIDAS, la celebramos este domingo. Ante tantas cosas como están sucediendo estos últimos días, posiblemente nos pueda pasar por alto la necesidad de la superación de la desigualdad que genera nuestra indiferencia que condena a millones de hermanos, sobre todo niños, mujeres, ancianos, al olvido. Sin embargo, no debe pasarse por alto, porque nos recuerda un deber fundamental: el del amor, el de la solidaridad, el de la caridad, que haría posible el erradicar el hambre en el mundo, la promoción de la dignidad de la mujer en el mundo, en el siglo. Contra el hambre es necesario, urgente e inaplazable ACTUAR YA, como reclama el eslogan de este año en la campaña de MANOS UNIDAS. Conviene recordar este deber que todos tenemos, con la certeza de que en Cristo tenemos la única garantía verdadera del bien del hombre, y del bien de todos los hombres. Porque en Él no se discrimina a nadie, todo lo contrario. Todo sería inútil si faltase esa caridad que es Cristo. Nos lo recuerda san Pablo en el “himno de la caridad”: “aunque habláramos las lenguas de los hombres y de los ángeles, y tuviéramos una fe que mueve montañas, y aun diésemos todo cuanto tenemos en limosnas, si no tenemos caridad, si faltásemos a la caridad todo sería nada” (Cf. 1 Cor 13). Si nos falta ese amor nos falta todo para solucionar el problema del hambre y darle toda la dignidad que le corresponde a todo ser humano, hermano nuestro, por lo demás.
Como nos dijo el Papa Benedicto XVI en su Encíclica “Deus Caritas est”, y nos recordó antes el Papa San Juan Pablo II en su Carta “Al comenzar el nuevo milenio”, la práctica de la caridad, de un amor activo y concreto con cada ser humano, es algo que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial, la acción pastoral. “El siglo y el milenio que comienzan tendrán que ver todavía, y es de desear que lo vean de modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres. Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse: “He tenido hambre y me habéis dado de comer, he tenido sed y me habéis dado que beber, fui forastero y habéis venido a verme” (Mt 25,35-36). Esta página no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo (página de fe verdadera). Sobre esta página, la Iglesia comprueba su fidelidad como esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia. No debe olvidarse, ciertamente, que nadie puede ser excluido de nuestro amor, desde el momento que “con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre”. Ateniéndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial suya, que impone a la Iglesia una opción preferencial por los pobres. Mediante esta opción, se testimonia “el estilo del amor de Dios” (San Juan Pablo II, NMI 49). A esto nos invita cada año Manos Unidas, a que nos fiemos de Dios, de Jesús, que nos habla desde la Iglesia, desde los Papas, de tantas maneras, y nos adentremos en ese mar inmenso del amor de Dios, y asumamos “el estilo del amor de Dios” en la atención –que les debemos además en justicia– a los millones y millones de pobres, cuyas necesidades de todo tipo interpelan la sensibilidad cristiana y nos urgen a actuar en justicia, apremiados por la caridad. ¿Cómo es posible que a la altura de nuestra historia la mayoría de la población en el mundo viva muy por debajo del mínimo requerido por la dignidad humana? ¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, con todos sus avances y progresos, “haya todavía quien se muere de hambre, quien esté condenado al analfabetismo, quien carece de la asistencia médica más elemental, quien no tiene techo para cobijarse?” (San Juan Pablo II, NMI 50) ¿Cómo es posible lo que está sucediendo en Venezuela, en cuya frontera con Colombia se está impidiendo que llegue la ayuda humanitaria a los venezolanos que tanta escasez y necesidad están sufriendo, solo por interés económico y de poder? ¿Cómo este rechazo que impide el bien de los hambrientos y de los enfermos? Hemos de tener presente ante nuestros ojos la pobreza estremecedora que aflige de manera radical a tantas partes del mundo y dejarnos preguntar, sin ninguna clase de retórica: ¿Cómo juzgará la historia a una generación que cuenta con todos los medios necesarios para alimentar a la población entera del planeta y que rechaza el hacerlo con una ceguera fratricida? ¿Qué paz pueden esperar unos pueblos que no ponen en práctica el deber de solidaridad?
Una mayoría de la humanidad no tiene lo mínimo necesario que les corresponde en justicia; la mayoría pasa hambre. Se trata de un problema que se plantea a la conciencia de la humanidad. Semejante situación, en la que viven sumidas poblaciones enteras, no constituye solamente una ofensa a la dignidad humana, sino que representa también una indudable amenaza para la paz. Toda la humanidad debe reconocer en conciencia sus responsabilidades ante el grave problema del hambre que no ha conseguido resolver. Se trata de la urgencia de las urgencias. “¡Nunca, nunca más el hambre! Este objetivo puede ser alcanzado. La amenaza del hambre y el peso de la insuficiente alimentación no son una fatalidad ineludible. La naturaleza no es infiel al hombre en esta crisis” (S. Pablo VI).
Tampoco podemos ser infieles o injustos los hombres ante esta necesidad primerísima y urgente que llama a nuestra conciencia para obrar en justicia, más aún para obrar conforme a la caridad que es todavía más exigente, y construir un mundo en una paz verdadera. No se trata sólo de dar una cantidad –siempre necesaria y cuanto más generosa sea esa donación tanto mejor, y más en la Campaña contra el hambre de este año–, sino de una actitud y de una mentalidad, de una forma de entender y vivir la vida. Como nos dijo san Juan Pablo II: “Es la hora de una nueva ‘imaginación de la caridad’, que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno” (San Juan Pablo II, NMI 50). No podemos ni debemos inhibirnos, ni encogernos de hombros ante la magnitud del problema. No podemos cruzarnos de brazos o bajar la guardia; podemos y debemos hacer lo que está en nuestra mano para que este mundo de hambre se transforme en un mundo de hermanos, donde todos y cada uno de ellos reciba el pan de cada día y sea reconocido y respetado en su dignidad, como les corresponde en justicia. Ahí está la paz futura y consolidada, inseparable, además, de la promoción y del desarrollo de la dignidad de todo ser humano y de todos los pueblos.
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia