02 Mar Insistamos en la conversión: oración y ayuno por la paz Cardenal Arzobispo Antonio Cañizares
Comenzamos el camino cuaresmal en el que escuchamos un poderoso llamamiento a la conversión, a dirigir nuestra mirada a Jesucristo, a abrir nuestros oídos a la Palabra de Dios. Nuestra mirada está fija de hito en hito contemplando la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Contemplamos el misterio central de la fe, la obra de la salvación realizada por el Señor en su Pascua. Ahí nos encontramos con el misterio del amor desbordante de Dios. Dios nos lo ha dado todo, nos ha dado a su Hijo: ahí está la prueba de su amor.
Dios nos ha dado libremente a su Hijo: ¿Quién ha podido o puede merecer un privilegio semejante? Dios nos ha amado con infinita misericordia, sin detenerse ante la condición de grave ruptura ocasionado por el pecado en la persona humana. Se ha inclinado con benevolencia sobre nuestra enfermedad, haciendo de ella la ocasión para una nueva y más maravillosa efusión de su amor. La Iglesia no deja de proclamar este misterio de infinita bondad exaltando la libre elección divina y su deseo no de condenar, sino de admitir de nuevo al hombre a la comunión consigo. Todo es don de Dios; la vida humana es un don; toda nuestra existencia y nuestra historia está llena del don de Dios, de su amor del que nos hace participar por pura gratuidad suya, y por eso nuestra vida no debería dejar de estar abierta esta puerta gratuitamente al servicio de los demás.
La llamada a la conversión, es llamada a abrirnos y aceptar el don de Dios; aceptar a Dios mismo y dejar que su don, su amor, su misericordia configure por completo nuestras vidas. Por eso, como dice el profeta Isaías, lo que Dios quiere de nosotros, la conversión que nos reclama de cada uno es ésta: «liberar a los oprimidos; partir nuestro pan con el hambriento; hospedar a los pobres sin techo; vestir al que vemos desnudo y no cerrarnos a nuestra propia carne». Dios nos insta a convertirnos, a dejar que su amor esté en nosotros ante tantos sufrimientos, carencias y dificultades que aquejan a tantísimos y tantísimos hermanos nuestros.
«Como creyentes hemos de abrirnos a una existencia que se distinga por la gratuidad. Habiendo recibido gratis la vida, debemos, por nuestra parte, darla a los hermanos de manera gratuita. Y el primer don que hemos de dar es el de una vida santa, que dé testimonio del amor gratuito de Dios. Como creyentes, hemos de abrirnos a una existencia que se distinga por la ‘gratuidad’, entregándonos a nosotros mismos, sin reservas, a Dios y al prójimo. Amar a los hermanos, dedicarse a ellos, es una constatación de que todo lo hemos recibido gratis de Dios» (Benedicto XVI). No podemos quedarnos sordos y pasivos ante las constantes e inmensas llamadas que recibimos a dar gratis lo que gratis hemos recibido. La pobreza y las necesidades de un número cada vez más creciente de hermanos destruyen la dignidad de hombres y desfigura la humanidad entera. El Evangelio de la conversión nos apremia a esto. Cuanto mayor es la necesidad de los demás, mas urgente es para el creyente la tarea de servirles, de ayudarles, de darnos a ellos sin esperar nada a cambio.
«El mundo valora las relaciones con los demás en función del interés y del provecho propio, dando lugar a una visión egocéntrica de la existencia, en la que demasiado a menudo no queda lugar para los pobres y los débiles. Por el contrario, toda persona, incluso la menos dotada, ha de ser acogida y amada por si misma, más allá de las cualidades y defectos. Más aún, cuanto mayor es la dificultad en la que se encuentra, más ha de ser objeto de nuestro amor. Éste es el amor del que la Iglesia da testimonio a través de innumerables instituciones, haciéndose cargo de enfermos, marginados, pobres y oprimidos. De este modo, los cristianos se convierten en apóstoles de esperanza y constructores de la civilización del amor» (Benedicto XVI).
Es la hora de convertirnos a Dios, para vivir con sentimientos y actitudes de comprensión, en una lógica de magnanimidad y de fraternidad, de donación gratuita de cuanto somos y tenemos. Es hora de convertirnos a Dios, caridad infinita, viviendo su caridad en nosotros. Es hora de vivir la caridad evangélica, signo privilegiado de la misericordia de Dios, hoy especialmente necesario, «que nos abre los ojos a las necesidades de quienes viven en la pobreza y la marginación. Es una situación que hoy afecta a grandes áreas de la sociedad y cubre con su sombra de muerte a pueblos enteros. El género humano se halla ante formas de esclavitud nuevas y más sutiles que las conocidas en el pasado y la libertad continúa siendo para demasiadas personas una palabra vacía de contenido. Se han de eliminar los atropellos que llevan al predominio de unos sobre otros: son un pecado y una injusticia. Quien se dedica solo a acumular tesoros en la tierra, no se enriquece en orden a Dios. No se ha de retardar el tiempo en el que el pobre Lázaro pueda sentarse junto al rico para compartir el mismo banquete, sin verse obligado a alimentarse de lo que cae de la mesa. La extrema pobreza es fuente de violencia, de rencores y escándalos. Poner remedio a esto es una obra e paz por un nuevo comportamiento que tiene en la base el de Dios mismo, dar gratis lo que hemos recibido y es don. Es necesario recordar siempre, y de manera especial en el tiempo cuaresmal de conversión, que no se debe dar un valor absoluto ni a los bienes de la tierra, porque no son Dios, ni al dominio o a la pretensión de dominio por parte del hombre, porque la tierra pertenece, porque todo es de Dios, todo es don gratuito de su inmensa bondad y amor.
Esto requiere oración y ayuno, escucha y meditación, interiorización de la Palabra de Dios que marcan el camino cuaresmal hacia la Pascua, sobre todo en esta cuaresma en plena guerra en Ucrania que, como nos pide el Papa, desde el Miércoles de Ceniza comenzamos este camino con un día de oración y ayuno por la paz en Ucrania y en todo el mundo.